A comienzos de febrero, en el Diario del Campo de Castilla-La Mancha aparecía este titular: “Piden prohibición total de herbicidas y eliminación de agricultura de conservación como ‘ecoesquema’ de la PAC2. La noticia podría parecernos una de las exigencias atrabiliarias a que nos tienen acostumbrados determinados grupos ecologistas, pero lo cierto es que esos planteamientos florecen también en ámbitos académicos.
Dice Schopenhauer que es bastante común la creencia de que la salud y la riqueza que disfrutamos, como la luz o la lluvia, las hemos tenido siempre, razón por la cual las valoraciones que hacemos de ellas solo son objetivas cuando las perdemos, sentimiento que también tienen muchos respecto al bienestar que actualmente gozamos en los países más desarrollados.


En un estudio realizado por dos historiadores con el interés de averiguar la capacidad de la agricultura española en el siglo XVIII para alimentar a una familia de pequeños labradores o arrendatarios asturianos, se concluye que al menos durante 75 días al año esas familias pasaban hambre. Si eso ocurría en Asturias, con un clima húmedo, qué ocurriría en las demás regiones de clima árido, característica de la mayor parte de la superficie peninsular, y como lo que no contemplaron en ese estudio fueron las plagas, que hasta finales del siglo XIX eran frecuentísimas, es fácil suponer que los días que los españoles pasaban hambre cada año eran muchos más de 75.
En la crónica de una plaga de langosta que, a mediados del siglo XVIII, se desarrolló durante un lustro, se dice: “El año de 1754 nació en Extremadura tal cantidad de hembras, que en el siguiente inundaron la Mancha y Portugal, causando todos los horrores del hambre y la miseria. La calamidad se esparció luego por las demás provincias vecinas, llevando consigo el terror y la desolación a Murcia, Valencia, y los cuatro reinos de Andalucía”. Para luchar contra ellas se organizaron cuadrillas de peones que capturaban el insecto manualmente, actividad que era remunerada según la cantidad de parásito recogida. Esos datos figuran en crónicas de entonces y por ellos podemos valorar la monstruosidad de aquellos fenómenos. En el año 1756, en la comarca de Orihuela se recogieron del agua, a fin de evitar su putrefacción por las langostas ahogadas, más de 60.000 litros del insecto y al año siguiente, en la misma zona, las capturas totalizaron unos 130.000 kg.

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