La platanera es un cultivo muy peculiar dentro de la agronomía de nuestro país y supone una de las señas de identidad más conocidas de las islas Canarias. Ocupa una superficie de algo más de 8600 ha y agrupa a más de 7300 productores, que constituyen un sector muy heterogéneo por la diversidad de ambientes, zonas, orientaciones, técnicas de cultivo y manejo, sistemas de riego, defensa contra el viento… pero que demuestra cada vez más un compromiso medioambiental con acciones como el cálculo de la huella de carbono desde 2011, la implantacion en la cadena de materiales biodegradables o compostables y una apuesta creciente por el manejo de plagas con técnicas como el control biológico o la implantación de la biodiversidad.

En la historia del cultivo destaca un momento muy significativo que coincide prácticamente con los primeros años de esta revista. El 1 de enero de 1993, tras años de negociaciones y preparación, entra en vigor la Organización Común del Mercado (OCM) del plátano, un hecho en principio de ámbito administrativo y comercial, pero que influyó después de manera determinante en el manejo fitosanitario del cultivo. Hasta esa fecha en la España peninsular sólo podía comercializarse plátano de Canarias, estando cerrado el mercado a las importaciones de banana de otras regiones productoras en el mundo. Al desaparecer esta barrera con la OCM, una de las consecuencias que se preveían era la entrada masiva de este producto desde la llamada “área dólar”, esto es, Colombia, Costa Rica, Ecuador, …y también desde África, zonas de cultivo con unos costes de producción muy inferiores a los de Canarias y que podían tener un precio de venta mucho más barato. En este contexto, el sector platanero de Canarias tuvo que poner sobre la mesa factores de diferenciación que aportasen valor añadido. El primero fue una importante inversión en mejorar la calidad exterior, actuando sobre la manipulación en campo y empaquetado, el acondicionamiento (envases, cajas, platós…), el transporte refrigerado y la maduración, así como invertir en una potente campaña publicitaria (de esa época es la identificación de las “motitas” con el origen canario de la fruta). Sin embargo, poco después la diferenciación con la banana dólar comenzó a apoyarse también en aspectos medioambientales, relacionados con un uso de fitosanitarios aparentemente menos agresivo que en esas regiones tropicales. Esto era posible por no tener Canarias las condiciones climáticas de dos de los tres principales problemas fitopatológicos de este cultivo, como son la Sigatoka negra (Mycosphaerella fijiensis), que requiere el uso habitual de tratamientos fungicidas desde avionetas, o el nematodo barrenador Radopholus similis, en cuyo control se emplean nematicidas muy potentes (organofosforados, carbamatos y hasta organoclorados). Al estar Canarias exenta de estos problemas (hasta ahora, al menos) el uso de fitosanitarios era menos intensivo que en las otras regiones. Sólo compartimos la plaga del picudo negro (Cosmopolites sordidus), que tiene el dudoso honor de estar presente en todas las regiones bananeras del planeta. En Canarias, (salvo un foco puntual en el norte de Gran Canaria en 1945, que fue erradicado literalmente con lanzallamas, Gómez-Clemente, 1947) comenzó a ser habitual a partir de  1986, cuando se detectó en el norte de Tenerife (Hernández y Carnero, 1994), en 1990 se extendió a La Gomera, en 2001 a La Palma y en 2011 reapareció en Gran Canaria (Perera et al, 2018).

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