Para que la agricultura comenzara fue necesario que el hombre aprendiera a proteger los granos recolectados. El control de los parásitos que viven sobre las semillas cosechadas le indujo a edificar graneros o paneras para impedir el acceso de insectos y roedores, aunque como estos habitáculos no son totalmente inaccesibles a pequeños insectos como gorgojos y polillas tuvieron que construir silos subterráneos, cuya estanqueidad es mucho mayor; pero esa eficacia tiene el inconveniente de que su falta de aireación y consiguiente aumento de humedad provoca el desarrollo de numerosos microorganismos, principalmente hongos saprofitos que pudren los granos almacenados. Esa putrefacción de las cosechas ensiladas ha sido constante en la agricultura española hasta el siglo XX.
En 1798, el licenciado don Francisco Luis Laporta, abogado de los Reales Consejos y alcalde mayor de Villafranca (Badajoz) denunciaba ese fenómeno: «En este tiempo he visto sacar de los silos de esta villa más de dos mil fanegas de trigo podrido, que apenas los cerdos han podido aprovechar, y por haberlo comido se han muerto algunos».